El sargento Barreiro recorrió con mirada altiva y socarrona a cada uno de los setenta conscriptos que estábamos parados, en posición militar firmes, frente a él y a sus dos ayudantes. Hacía calor, el sol quemaba y ya llevábamos tres horas parados en la misma posición. Mantuve mí mirada fija al frente sin demostrar ninguna emoción, aunque por dentro me provocaban repulsión esos bufones vestidos de verde, creyéndose superiores. Parecían gozar de vernos transpirados, agotados, temerosos.
Era el primer día en el Escuadrón de Exploración de Caballería Aerotransportada 4, en el predio de La Perla, en las afueras de la ciudad de Córdoba, camino a Carlos Paz. Recién había comenzado el otoño de 1981.
– ¿Así que ustedes son los nuevos reclutas?!- dijo Barreiro, remarcando la última palabra con sobreactuado desprecio.
– Desde ahora, son míos. Yo los voy a hacer hombres, y tal vez, paracaidistas. Pero los que no sirvan, van a terminar allá detrás – y señaló, con la pistola 11.25 que había desenfundado, en dirección al fondo del cuartel- Ahí están pudriéndose los subversivos maricas que yo mismo maté. Sépanlo, el que no hace y piensa como yo, es alimento de gusanos.
De tal modo comenzó el adoctrinamiento acerca de quienes eran nuestros enemigos: chilenos, subversivos y civiles, en ese orden. Nos enteramos que donde estábamos había sido, hasta pocos meses antes, un matadero y parque temático de tormentos para cualquiera que pensara distinto.
– Si no los mató antes, ¡ustedes se convertirán en la elite de las fuerzas armadas, en los paracaidistas de la Gloriosa Caballería del Ejercito!- remarcó el sargento.
Recordé mis ganas infantiles de tripular aviones de combate, convertirme en un soldado, guerrero de la Patria. Y cuando a principios de 1976, de noche, entraron a mi casa, a las patadas, diez tipos mal vestidos y barbudos apuntándonos con sus fusiles FAL, incluso a mi hermanita que era bebé. Eran del Ejército. A las trompadas se llevaron a mi viejo. Días antes habíamos enterrado gran parte de la biblioteca que teníamos.
El verano de 1981 había aprestos para entrar en combate contra los chilenos. Ya no estaba en La Perla. Tres meses antes, Barreiro se había entretenido “bailándome” más de dos horas. Agotado, tendido boca abajo, me pateó las costillas. Al querer repetir la patada con sus borceguíes, alcancé a tomarle una pierna y cayó. Tras dos días estaqueado, sin agua ni comida, debido a un año en la universidad, me mandaron como asistente del jefe del barrio militar.
En otoño de 1982, el teniente coronel a quien servía dijo que no me sumaría a los aprestos militares. El primero de abril de 1982 me contó que las Fuerzas Armadas recuperarían por las armas las Islas Malvinas. Entre la vanguardia de combate estarían los paracaidistas de Córdoba.
Sin pensarlo, exclamé “mi teniente coronel, soy paracaidista y quiero ir a combatir a nuestras Malvinas Argentinas”. El era un buen hombre, confinado a la administración porque, según se comentaba, se había negado a la represión ilegal. Admiraba su rectitud y el amor al Ejército. “Usted hubiera sido un buen oficial, pero no en esta época”, me comentó semanas atrás.
Al escuchar mis palabras, enérgico pero lastimosamente, sostuvo:
– ¡Esto es una farsa del demente borracho que tenemos como general, comandante y presidente! – en referencia a Leopoldo Galtieri – Malvinas es la causa más noble y justa, honra para patriotas valientes; pero de este modo es una locura ¡Dios quiera que no termine en tragedia! ¡Y usted se queda acá! – me ordenó.
Honor, valentía y heroísmo por una justa y noble causa fue el 2 de abril. El teniente coronel tenía razón. Sangre argentina en una trágica farsa. Las Malvinas son Patria. Como nuestros héroes. Sin canallas.