“Nunca había cruzado el Atlántico. Me fui cuando nadie imaginaba la pandemia. Volví en el último avión sanitario que aterrizó en la Argentina. Ahora estoy en cuarentena en uno de los hoteles que dispuso el gobierno de la ciudad de Buenos Aires” (*)
Esto escribió Cora Gornitzky, periodista agropecuaria y comunicadora del Inta , quien vive en la ciudad de la Plata (Argentina)
“Llegué a Brasil desde Tel Aviv en la madrugada del 23 de marzo y me cancelaron el vuelo a Buenos Aires. Estuve tres días aterrada en San Pablo, en un aeropuerto gigante, corriendo con las maletas de la terminal 2 a la 3, de las oficinas de Latam a la de Aerolíneas, de las de Turkish a las de Ethiopian. En medio de gente desesperada, de negocios sin ninguna medida de seguridad, de empleados desprotegidos, de líneas aéreas colapsadas, de patios de comida abarrotados como si fueran los alrededores de Retiro o Plaza Miserere a la hora pico.
Vi cosas desopilantes: un viajero que se probaba perfumes, muchos perfumes, en el free shop a través de su barbijo. Una vendedora que le acerca las fragancias, muchas fragancias, sin guantes, a centímetros de su cara. Un local de ojotas hawaianas y remeras y vinchas lleno de gente. Farmaceúticos sin barbijos, cocineros sin guantes, cafeteros y kiosqueros idem.
Integré listados hechos a mano por viajeros auto-organizados e introduje varias veces datos personales en celulares de empleados de Latam y nuevos listados entregados en mano a funcionarios del consulado argentino, que corrían como podían para asistir a viajeros pre-pandemia y a vivillos post 12 de marzo para un vuelo, y otro, y otro, que se aprobaba y se volvía a cancelar.
Perdí un charter con destino a Foz Iguazú al que no alcancé a llegar porque me era imposible correr más rápido. Sin carga en el celular, con enchufes detonados, sin venta de chip local, con sólo dos horas de wifi aeroportuario gratis por día. Agotada, sin distinguir ya si me tenía que poner o sacar el barbijo, si le ponía alcohol a los guantes o guantes a las manos o jabón a los guantes, deambulé tres días por el aeropuerto, hasta que mi hijo conseguió, por fin, un ticket con checkin incluido y asientos 14 b y c para el vuelo del 26 de marzo a las 7 horas. Ese ticket era el pase al paraíso. Pero recién asomaba el 25 de marzo y aún faltaban 28 horas para su confirmación. Así que me quedé en el aeropuerto, por recomendación de una pareja serena, generosa y amable que tenía toda la paciencia que yo había perdido y la lucidez que me había abandonado por completo en ese tiempo muerto de razonabilidad.
Ari y Analía me invitaron al único local con comida de bodegón, donde comí pescado con arroz, casi como en casa. Nos contuvieron y se despidieron porque ellos sí tenían ya confirmado su pase y al toque lograron despachar sus valijas en un avión sanitario en el que inexplicablemente nosotros no estábamos incluidos. Los vi de lejos, subir juntos por el ascensor, dándose un pico breve y amoroso lleno de complicidad.
Unas horas después supe que llegaron a Buenos Aires sanos, sin fiebre y autorizados para hacer la cuarentena en su domicilio porteño. Yo me quedé con mi checkin rogando que la curva de la madrugada, la mañana, la tarde y la noche de ese día se borraran, aferrada a mi ticket LA9512 y a mi reserva LEKWHU y a mi pasaporte, sin pegar un ojo, en el sector F de la terminal 3, mientras mi hijo fabricaba debajo de la escalera mecánica de la planta baja un pequeño refugio para recostar todo su agotamiento.
No sé bien cómo fue el resto del día, caminé sonámbula entre la oficina de Latam en el sector F y la de Aerolíneas en el sector C. Me sumé a grupos nuevos de argentinos varados que llegaban de Fortaleza, Porto Seguro, Punta Cana y Tailandia. Escuché a los empleados del consulado que nos pedían que nos vayamos con Gol a Foz Iguazú, o en micros hasta la frontera porque no estaba aún autorizado el vuelo del 26/3.
Hice una cola escatológica para dar mi nombre, mi dirección, mi dni en un listado incompleto de argentinos en tránsito. Comí una ensalada casi obligada por mi hijo, tomé soda, me lavé las manos con jabón, tire los guantes o me los puse, perdí el alcohol en gel y no encontré ningún enchufe para mi celular. A las 20 horas, cuando el vuelo ya aparecía en la ruta de San Pablo y mi hermana desde Cipoletti monitoreaba por chat con personal de Ezeiza la aprobación de la Anac, nos avisaron que por orden del Poder Ejecutivo se prohibía hasta nuevo aviso el ingreso de aviones en Ezeiza y que el LA9512 quedaba cancelado.
Toda la red enorme de amigos, amores, familia, compañeros y periodistas se pusieron a buscar entonces alojamiento en San Pablo, con la certeza de que ahí pasaríamos nuestras próximas semanas. Me quedé unas horas más en el aeropuerto, por las dudas, sin encontrar a nadie, con un batallón de muchachos de la iglesia de los santos de los últimos días que copaban por esas horas la terminal 3 a punto de embarcar con Lufhtansa para no sé qué país.
Mientras tanto, desde Buenos Aires en una carrera enloquecida contra la mala suerte mi amor conseguía un hotel en Guarulho, muy cerca del aeropuerto. Llegué a ese alojamiento a las 11 de la noche, agotada, como si hubiera estado en una centrifugadora de virus durante 72 horas. Ingresé al Sleepin In, piso 2, habitación 221, me bañe con urgencia, casi arráncandome la piel con el jabón, mientras dejaba correr el agua de la bañera sobre mi cuerpo exhausto. Deposité en un rincón la ropa usada y me desplomé en la cama de sábanas blancas y limpias. No sé cuantos segundos tardé en dormirme en un sueño profundo sin pandemia, cuando sonó el teléfono de recepción. Era una llamada de Buenos Aires:
-Salgan ya, el vuelo está programado en Ezeiza para las 7. Tu hermana lo siguió después de medianoche y se lo confirmaron.
Miré el reloj y eran las 6,15. Me vestí como pude, sin corpiño ni medias. Mi hijo juntó todos los bártulos, desde la recepción tardaron 7 minutos en contactar un taxi. El taxi llegó 7.35 y nos llevó a los pedos por una autopista gigante, rapidísima. El tachero nos daba ánimo, miraba el carril y relojeaba el posnet en el que ponía mi tarjeta, mientras embocaba la bajada a la terminal 3 y clavaba los frenos a pasos del checkin de Latam.
Eran las 6.50. Corrí con los pasaportes y el checkin en mano, mientras un empleado de LATAM cotejaba los datos con toda la buena onda, tranquilizándonos: llegan a tiempo. Despachamos las valijas corriendo, hicimos migraciones, embarcamos por la puerta 327, fila 6, pasamos por la manga y por fin me senté en la fila 14, y cargué el celular. Avisé que estábamos en el avión y el avión comenzó a corretear por la pista. Fue en ese momento en que recibí un mensaje de Latam: su vuelo ha sido cancelado. Pero esta vez, ya estábamos casi en el cielo. Y nadie nos iba a bajar hasta llegar a la Argentina.
Tres horas más tarde, aterrizamos en el aeropuerto de Ezeiza y por esa reestructuración logística familiar de última hora, decidimos que yo pase la cuarentena en San Telmo. Así que cuando nos tomaron la fiebre y nos hicieron llenar los papeles donde se consignaba cómo sería nuestra cuarentena, las azafatas pidieron que bajen en primer lugar los pasajeros del interior y luego los de provincia.
Yo me tuve que quedar a esperar con los de CABA y entonces nos comunicaron que se había aprobado una nueva disposición y dado que el nuestro era un avión sanitario, o humanitario, o de repatriados (no recuerdo qué palabra utilizó), deberíamos alojarnos por 14 días en hoteles dispuestos por el gobierno de la ciudad.
No lo podía creer. Parecía que nada terminaba, que todo volvía a comenzar, que el limbo de la pandemia me arrastraba entre países, embarques, cancelaciones, vuelos, reprogramaciones y destinos inciertos. No tuve mucho tiempo para procesar la noticia porque pronto tuve que pasar por migraciones, medir mi temperatura corporal, dar nuevamente mis datos y subir a un micro que me llevó al Palace Hotel, donde estoy alojada y aislada desde hace 5 días.
Mi habitación no tiene mucha luz natural pero estoy bien. Tengo señal de wifi, una ventana que da a una medianera demasiado próxima. Como estoy en el segundo piso no alcanzo a ver el cielo pero ya sé que es un cielo conocido y me lo puedo imaginar. Tengo un baño espacioso y una «red de voluntarios», así se llaman, que me traen las 4 comidas diarias.
Son jóvenes y no tanto, súper amables, que atienden a todos los que llegamos en el vuelo del 26. Pasan a las 9,30 con el desayuno que va agregando opciones a medida que se suceden los días: té o cafe con leche o sin leche, con azucar o edulcorante, con galletitas, o pastafrola, o turrón o galletitas de avena. El mismo carrito llega a las 13 o 14 horas, con una bandeja caliente con el menú fuerte del mediodía: milanesas con queso y puré; ravioles con tuco; pollo con estofado y puré. Entre medio pasa el personal de sanitización con un desinfectante verde que no es espadol y que me explicaron que se usa para quirófanos.
Más tarde vuelve el carro para merienda, con opciones similares al desayuno. Entre la merienda y la cena, cada dos días, personal de limpieza acerca sábanas limpias y toallas que huelen bien. Recién ayer en el cuarto día pasó un enfermero a tomarme la temperatura. Y a la noche llamó desde el interno 117 una psicóloga para ver cómo llevo la cuarentena, cómo llegué, desde dónde y de qué modo organizo el día en esta situación extraordinaria.
El segundo día de desinfección vino una chica que estaba muy triste y asustada. Me contó que trabajaba en una empresa privada de limpieza y desinfección en un establecimiento educativo privado y que como está cerrado la enviaron a este hotel. Que sus padres son grandes y que quiere estar cuidándolos y que tiene miedo y no quiere estar aquí. Le pregunté su nombre y se largó a llorar.
Al otro día vino otra chica, vestida también con un uniforme lunar, y le pregunté por J. Me dijo que ya está mejor, que la atendió la psicóloga y que ella la reemplaza en nuestro piso. Me contó que está a cargo de la gente que hace desinfección, que trabaja en un sanatorio hace dos años, que conoce cómo es la tarea de sanitización, que le gusta, que la empresa que la contrata tiene además de su sanatorio la limpieza de la rural y de algunas universidades privadas. Me dijo su nombre y me permitió sacarle una foto. Me deletreó cómo se escribe el desinfectante y ya me lo olvidé. Me contó que vive con sus papás en Solano, junto a su hijo de 11 años, pero que ahora le conviene quedarse en el hotel porque es muy complicado llegar hasta su casa.
Volvió hoy y charlamos un ratito, me preguntó si ya publiqué lo que estoy escribiendo, me enseñó como rebajar la lavandina, me contó que mañana me darán un kit de limpieza y me indicó cómo limpiar la ducha y el inodoro con la dosis justa de cloro. Ahora que estoy un poco más tranquila, que ya no me culpo por tomar tantas decisiones desafortunadas en estos 26 días. Ahora que Roberto me envió con una moto su pava eléctrica y los medallones de menta y chocolate que a mí me gustan, y una tablet que me permite escribir esta crónica y té de limón y mate con yerba playadito y pepitas de girasol como comía en Rivera, mi pueblo, cuando era chica y la única pandemia era la del bicho verde de la izoca en el girasol del campo de Perico. Ahora que tengo una rutina y me levanto y me baño y me cambio como si fuera a salir. Y desayuno y me siento en la tablet y escribo y contesto mails y comienzo a organizar con el apoyo de Chantal mis clases y hacemos video llamadas con mi compañeras del INTA. Ahora que mi sobrina me dio ya su primera clase de danza y me dice que soy vaga para los abdominales y la veo bailar en el parque de su casa de Cipolletti. Ahora que estoy leyendo unos textos de coyuntura de un grupo de intelectuales agrupados bajo una edición media urgente, o media oportunista, vaya a saber, con un nombre bastante horrible que se llama la sopa de Wuhan; ahora que apagué la tele o la dejé solo en el canal Encuentro porque cuando quise mirar un informativo me encontré con Malnatti en las puertas de un edificio con un título catástrofe que decía «Infierno en la Torre».
Ahora que ya recorrí el espinel de llamados y de whatsaap y de mails de una lista de conocidos y amigos y familiares siempre incompleta. Ahora, recién ahora, puedo escribir estas líneas provisorias. Y puedo repetir como lo dice Paul Preciado que cada sociedad se define por la epidemia que la amenaza y por el modo de organizarse frente a ella. Y puedo suscribir a lo que dice Paul Preciado que dice Derrida: «el virus es por definición el extranjero, el otro y por eso estoy aquí venida de la costa del estrecho mar rojo directo a este hotel. O puedo suscribir al planteo de Alain Badiou cuando sostiene que parece que el desafío epidémico disuelve la actividad intrínseca de la razón y obliga a los sujetos a volver a los tristes recursos que eran costumbre en la edad media cuando la peste barría los territorios. O a Judith Butler que asegura que el virus por sí solo no discrimina, pero que los humanos sí lo hacemos, moldeados como estamos por los poderes entrelazados del nacionalismo, el racismo, la xenofobia y el capitalismo.
Podría también citar el texto que hasta ahora más me ha gustado, el del sur coreano Byung Chul Han, cuando advierte que ningún virus es capaz de hacer la revolución. Que el virus no genera ningún sentimiento colectivo fuerte. Que la solidaridad consistente en guardar distancias mutuas no es una solidaridad que permita soñar con una sociedad distinta.
Podría en suma, recopilar en apretada síntesis las primeras ideas compiladas por intelectuales de referencia.
Pero saben qué, prefiero echar mano de la poética y de la canción que en estos días me compartió mi hijo: «ey /siluetas de cartón / corriendo por el viento / se van/ se van / ey dibujo con crashon contornos de tu cuerpo/ son / historias que al cruzarse con hilos de misterio / se van / se van/ ey podes seguir tu voz y sin sentirme inquieto/ figuras de vapor / corriendo por mi cuerpo/ se van/ se van…”
(*) Nota especialmente escrita para SURgentes y Revista Indómita (de la Conadu)