Tenía ocho años, estaba en el fondo de la casa, pensaba que nadie me había visto. Primero en el almacén de don Omar, cuando el repartidor dejó las más de cien bananitas dolca desparramadas sobre el mostrador y se marchó. El dueño del negocio salió a la vereda y yo vi los caros dulces al alcance de la mano. En dos rápidos manotazos agarré nueve y las metí en los bolsillos. Don Omar regresó y no se dio cuenta.
Mamá estaba ocupada cocinando; sigilosamente la eludí y me senté en el piso del fondo. Estaba aturdidamente satisfecho de tener lo que deseaba. Hoy podría decir que fue un crimen perfecto. Empero, podés engañar al diablo, nunca a tu mami.
“Es fácil robar, tener lo que querés y no es tuyo. Pero Dios mira las manos limpias, no las llenas del ladrón.” Las palabras de mamá a mis espaldas hicieron que me atragante con la tercera ricura.
“Vamos hijo”, dijo serenamente mi madre. Aún con rastros del chocolate en la boca, dejé las golosinas ante la sorprendida mirada de don Omar, mientras mamá pagó, con lo poco que tenía, las tres que angurriento había devorado.
Esa mañana, esas palabras, esa mirada, impidieron hasta hoy convertirme en un corrupto más. De bolsillos llenos y alma vacía.
Niña Noemí, bella, amante corajuda; consejera, laburante incansable, sabia, fiel compañera, fortaleza y ternura, creadora, alumbrando caminos.
Feliz cumpleaños mamita.