Desde Menem en la Ferrari, al IFE, la deuda estatal y los caños del gasoducto. Para muchos funcionarios, robarle al Estado es más fácil que robarle a un chico. Entonces, el ejemplo de arriba es imitado por marginales asaltando a chicos, abuelos, indefensos. De tal modo, la confianza en el gobierno y las instituciones socava la eficacia y la equidad de las políticas públicas y malversa el dinero de contribuyentes.
Es sencillo: la corrupción de los funcionarios corroe hasta el hueso la capacidad de los gobiernos para ayudar a hacer crecer la economía de manera que todos los ciudadanos se beneficien.
En la década de los noventa, el ex presidente Carlos Saúl Menem declaró la “guerra a la corrupción”. Dictó medidas efectistas y se comprometió a que, diariamente, realizaría un monitoreo personal del progreso logrado en esa lucha. Luego, enterró la cuestión apelando al dudoso argumento de que, con la privatización de empresas públicas, el gobierno había hecho desaparecer el principal foco de corrupción, calificando a la quedaba como “residual”. Y siguió viajando en su roja Ferrari.
El periodista Mariano Grondona habló entonces del “estado de corrupción” instalado en la Argentina. Ya no fueron dudas, sino que se cuestionó la legitimidad misma del poder del estado y de los gobernantes que lo encarnan.
Lo cierto es que la sociedad argentina presenció el súbito enriquecimiento de muchos conciudadanos, inexplicable por origen o inserción ocupacional. Estos se suman a los poderosos que, con información clave, directamente fugaron millones de dólares.
De este modo parecen evaporarse las esperanzas de que el bienestar y el progreso material dependen del esfuerzo y la voluntad de cada uno, de su trabajo honesto. Entonces se instala la devastadora idea de que el choreo es el camino más rápido.
Bajo este modelo, los delincuentes de poco seso son apresados y terminan en el penal. Los astutos, como describió el ex intendente de Pichanal Julio Jalit, se hacen ricos con bienes y dinero del pueblo: “Para robar hay que ser inteligente”
Honestidad y pobreza
En la década de los noventa, millones de trabajadores y trabajadoras pasaron a integrar el pelotón de los “nuevos pobres”, que llegó a ser una categoría sociológica. Desde entonces, la desocupación, el trabajo en negro y la exclusión social ya tiene bisnietos.
Tal vez lo peor fue que gran parte de la población comenzó a cuestionarse de que el trabajo honesto sea condición para el ejemplo familiar y social, como para la construcción social en democracia. La honestidad quedó como una antigua costumbre moral, relacionada con Dios y perimida como virtud cívica.
Los datos, en Salta, dan cuenta de esto. En la provincia, desde 1983 hasta la fecha, no hay ningún ex funcionario de los gobiernos municipales, de la provincia, legisladores o dirigentes políticos en general condenados por hechos de corrupción. Dicho de otro modo, de acuerdo a los jueces locales, Salta tiene la dirigencia más honesta e impoluta del país.
Pese a que los vecinos saben que es imposible que su par del barrio haya obtenido autos de alta gama y se haya mudado al barrio privado desde que tiene un cargo. Como sus familiares.
El colmo llegó con el IFE. Destinado para desocupados, trabajadores en negro o monotributistas de la menor categoría sin ingresos, la investigación deL periodista Agustín Poma y colegas informó que 52 personas – entre concejales, diputados e intendentes – pidieron el Ingreso Familiar de Emergencia.
En una provincia con más del 50 por ciento en la pobreza. Sufriendo para comer. Sin robar.
CRIMINALES
El caso Matías Huergo, por fraude al Estado con facturas “truchas”, recuerda expedientes judiciales, como los que involucran al ex gobernador y senador Juan Carlos Romero: nueve procesamientos económico/criminales. Con los caños de gas hay más de 20 millones de dólares en juego. Choreados.