Por Dario Alberto Illanes
El sargento B. nos recorrió, con mirada altiva y socarrona. Eramos 50 conscriptos parados, en posición militar firmes, frente a él y a sus dos ayudantes.
Hacía calor, el sol quemaba y ya llevábamos tres horas parados en la misma posición. Mis ojos se mantenían fijos, sin mirar nada ni demostrar emoción alguna, aunque por dentro me provocaban repulsión esos hombres de verde, que parecían gozar de vernos transpirados, agotados, temerosos.
Era el primer día en el Escuadrón de Exploración de Caballería Aerotransportada 4, en el predio de La Perla, en las afueras de la ciudad de Córdoba, camino a Carlos Paz. Era otoño de 1981.
- ¡¿Así que ustedes son los nuevos reclutas?! – dijo B., remarcando la última palabra con sobreactuado desprecio.
- Desde ahora, son míos. Yo los voy a convertir en paracaidistas, y si alguno no sirve, entonces va a terminar allá detrás –y señaló con su pistola 11.25 hacia el fondo del cuartel.
Recordé mi admiración infantil hacia los guerreros de la Patria, las ganas de ser aviador militar, la noche que entraron a mi casa, a las patadas, tipos mal vestidos y barbudos que nos apuntaron con sus fusiles FAL, incluso a mi hermanita que tenía tres años. Uno de ellos se identificó como capitán Cáceres y se llevó a mi viejo. Días antes habíamos enterrado gran parte de la biblioteca que teníamos. Papá volvió semanas después, rengo y lastimado. El era peronista, delegado ferroviario.
El sargento sonrió, perversamente. Y agregó:
- Ahí están pudriéndose los subversivos maricas que yo mismo maté, ¡con estas manos! ¡Gusanos para que coman gusanos!
Así nos enteramos que, en donde estábamos, había sido hasta pocos meses antes un parque temático de tormentos. Y matadero para quienes pensaran distinto.
Cuatro meses después, tras la instrucción militar y los saltos en paracaídas, pese a mis excelentes calificaciones, B. me dio un “baile” de más de una hora. Me tenía entre ojos. Estando tirado boca abajo, agotado, me pateó con sus borceguíes en las costillas. Sin pensarlo, alcancé su tobillo y logré que caiga.
Fui estaqueado dos días y una noche. Sólo con calzoncillo y remera. Manos y piernas sujetadas por sogas, sobre la tierra, cubierto con la lona de la carpa de campaña. Bajo el sol, la cubierta te cocina. A las siestas, me arrojaban un balde agua, pudiendo chupar la humedad. A la noche, el frio duele.
Iban a juzgarme en consejo de guerra, por insubordinación. Pero para no hacer ruido, por mis antecedentes de estudios y calificaciones militares, fui enviado como asistente del jefe del barrio militar General Deheza, que alojaba a los oficiales del Tercer Cuerpo del Ejército, ubicado a la salida norte de la ciudad de Córdoba.
La mañana del primero de abril de 1982, el teniente coronel H., mi jefe, me llamó a su despacho para informar que las Fuerzas Armadas recuperarían las Islas Malvinas. “Los paracaidistas del Tercer Cuerpo del Ejército irán después de la Aviación y la Armada”, contó.
- Mi teniente coronel, ¡pido su permiso para ir a combatir! – exclamé impulsivamente.
- me miró serena y tristemente. Era un buen hombre, confinado a la administración porque, según comentaban, se había negado a usar el poder del Estado armado contra los civiles. Admiraba el amor que le tenía al Ejército y su rectitud. En alguna ocasión comentó que advertía en mí condiciones y temple para ser un buen oficial, “pero no en esta época”.
- Yo lo entiendo, el reclamo es justo, patriótico. Pero esto es una farsa. ¡Dios quiera que no termine en tragedia! –exclamó lastimosamente. – ¡Y usted se queda acá! – me ordenó.
Al otro día, por primera vez desde que la selección argentina había ganado el Mundial de fútbol, en todo el país salieron a festejar.