Al hombre, Dios lo creó desde el polvo. En cambio, la mujer existió a partir de la carne. Con mejores, delicados, profundos detalles. En cuerpo y alma.
Sin ninguna intención bíblica, asumiendo ignorancia teológica, me resultó simpática, bonita, poética la imagen despertada tras leer Génesis, el primer libro de La Biblia. Se dice que una obra es refinada cuando resulta de laboriosa y cuidada elaboración. Entonces, por su delicadeza, sin tosquedad o vulgaridad, es refinada.
“Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz el aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente…”, dice el cuarto versículo del capítulo 2. Pero la historia se pone más sabrosa en los versículos 21 y 22: “Entonces el Señor hizo caer un sueño profundo sobre el hombre, y éste se durmió. Y Dios tomó una de sus costillas, y cerró la carne en ese lugar. De la costilla que el Señor había tomado del hombre, formó una mujer…”
Más allá de que se crea o no en el relato de la Creación, sería injusto despreciar la impresionante poesía en estas palabras. El hombre, creado a partir de la tierra. Vital, tosca, nutritiva. Polvo sustentador, inacabado, firme y volátil.
En cambio, en la creación de la mujer Dios perfeccionó la vida humana. Ella no provino de la tierra, del polvo. Ella procede de la carne. Tan y más vital y nutriente, pero creación bellamente exquisita, armoniosa, delicada, misteriosa. Aparentemente frágil, pero inmensamente poderosa.
Bella diferencia
Como ser humano, la mujer es igual al hombre. Y a la vez, incomparable. Única.
Hermosa, perfectamente diferente. Contraparte exactamente adecuada. No sólo por un cuerpo maravilloso para el amor, sino por corazón, alma, espíritu sabiamente distinto.
Magnificas diferencias para completarse en la unidad. Sexual, amorosa, espiritual.
Y así como, atrevido, comencé citando a La Biblia, concluyo con estos versos de Silvio Rodríguez:
“Te doy una canción, cuando apareces / el misterio del amor / Y si no lo apareces, no me importa / Yo te doy una canción…”